La joya románica del Duratón

Tenemos, en la de Segovia, una de las Comunidades Autónomas de Castilla y León, más misteriosas y a la vez más prolíficas, en cuanto a templos del más puro estilo románico se refiere, hasta el punto de poder ver en ella, un excelente destino cultural, que unido a la belleza de su entorno y también a la abundante y variada gastronomía de una tierra, donde priman por su excelsa calidad, el cochinillo y el cordero, hacen de ella un lugar particularmente interesante, en el que vivir una fantástica aventura.

Repartidos a esta parte de la Sierra del Guadarrama -accidente geográfico, que por su especial morfología, ya era denominado en la Edad Media, como la Sierra del Dragón- muchos de sus pueblecitos sufren ese mal moderno denominado despoblación, detalle espantoso, ciertamente, que no influye, sin embargo, para que el viajero pertinaz y amante de la aventura, descubra en ellos una riqueza, tanto natural como monumental, que le anime, cuando no le empuje, a seguir adentrándose en una tierra que no tardará en ver cargada de ancestrales misterios.

Un buen comienzo, desde luego, para comenzar a expandir su sed de conocimiento, podría ser este magnífico templo románico del siglo XII, situado a las afueras de un pueblo, de nombre Duratón, que hoy duerme el sueño injusto del ostracismo, pero que en tiempos, fue uno de los núcleos de población más importantes de aquello que la Historia general de España, reconoce como la época visigoda, el conocimiento de cuyas dinastías reales, fue materia de enseñanza obligatoria hasta tiempos relativamente recientes.

De hecho, la parte más legendaria de ese fenómeno de eremitismo que se desarrolló a todo lo largo y ancho de esa salvaje depresión, que hoy se conoce como las Hoces del Duratón, pero que siempre, dadas sus particulares características, respondió al nombre de Desierto del Duratón -similar, en todos los aspectos, al éxodo eremítico que se produjo en otros lugares de España, como la denominada Tebaida del Bierzo leonés- hunde sus raíces en aquel nebuloso siglo VII, con la terrible debacle del ejército visigodo en las orillas del río Guadalete y la consiguiente invasión agarena de la Península Ibérica.

De aquella época, son los numerosos sepulcros antropomorfos, que en la actualidad se exhiben a pocos metros del ábside o cabecera de la que bien se podría considerar como la iglesia románica más perfecta y a la vez, más hermosa y magistral, surgida de las hábiles manos de esas escuelas anónimas de cantería, que se desarrollaron en la Tierra y Villa de Sepúlveda: la iglesia románica de Nuestra Señora de la Asunción.

Fue, alrededor de ella, donde no sólo se constató la existencia de uno de los cementerios visigótico-medievales más importantes de España, sino también, la existencia de un importante núcleo de población, que contrasta sutilmente con la visión desoladora que en la actualidad podemos tener del lugar y sus alrededores.

Muestra, esta concepción inigualable de Geometría Sacra, una elegante galería porticada, cuyas arcadas, decoradas con unas esculturas magistralmente labradas, donde a los pasajes más relevantes del Nuevo Testamento -como la Adoración de los Magos- se adhieren numerosas alusiones al complejo mundo simbólico de las virtudes y los pecados, y que, independientemente del número, vendrían a representar las puertas de la Ciudad Santa, mirada suspicaz que ya se tenía en cuenta tradicionalmente, cuando se orientaba la cabecera hacia el este: hacia el lugar por donde nace y sale el sol cada mañana.

Aparte, claro está, de su función objetiva y funcional, pues como templo y santuario, la incorporación de las galerías porticadas cumplía también las perspectivas de procurar refugio y protección a los fieles, sobre todo si tenemos en cuenta las excelencias de un clima, que varían de la alta torridez de los veranos a la extrema frialdad de los inviernos, donde las copiosas nevadas dan lugar, en muchos casos, a la incomunicación de los pueblos.

Esmeradamente elaborados, son, así mismo, las interminables sucesiones de canecillos y de metopas, que igualmente ilustrados, nos muestran los pormenores de la vida y de las creencias de unas gentes, que no sólo asistieron al terror que provocó en su momento el temido cambio de siglo del año mil, sino que también veían su humilde vida amenazada por los continuos y azarosos vaivenes de aquellos célebres episodios, que la Historia ha dado en denominar como Reconquista.

De tal manera, que entre esta multitud de representaciones, no es extraño encontrarnos con figuras orientalizadas -dromedarios o rostros negroides- conviviendo con acciones cotidianas, creencias supersticiosas -generalmente, encaminadas a demonizar las mitologías adoptadas por los pueblos, antes de la llegada del Cristianismo- y aleccionadoras sugerencias a llevar una vida sin mácula, so pena de los más terribles castigos, representados, obviamente, por las figuras de los demonios y machos cabríos, profusamente representadas.

Pintoresco, además, resulta ver el cumplimiento, por parte de esos animales representativos del alma humana, las aves y en especial, las cigüeñas -suelen ser, además, un motivo común en la temática de muchas iglesias románicas, en su eterna lucha con las serpientes- de su presencia por San Blas -febrero- y su continua anidación en los recovecos de torres y espadañas, en un ciclo de vida, que se perpetúa a lo largo de los siglos.

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